Reseña de La llamada de lo salvaje

Es insólito pero esta novela se puede resumir en una sola palabra:

Daniel T. Hodgson

11/7/20244 min read

Lo confieso: esta novela apeló a mis sentimientos más sensibles. Desde pequeño sabía que no quería tener mascotas, pero eso cambió cuando me casé, pues mi esposa es amante de ellas. Pero mi negativa a tener mascotas no es porque no ame a los animales, todo lo contrario, por esa misma razón estaba resuelto a no encariñarme con ningún gato o perro; sabía que un día morirían y no tendría la fortaleza de superar su partida. Esta novela tiene como protagonista a un perro, Buck, y las vicisitudes de este me dejaron el corazón en un hilo, me atormentaron y llenaron de ansiedad…

Buck vivía en una gran casa, propiedad del juez Miller. Podemos decir que llevaba una vida tranquila y relativamente feliz, el lugar era vasto, lo que permitía a Buck correr y desestresarse adecuadamente. Pero todo cambió cuando un empleado, que esperaba el momento oportuno, se robó a Buck y lo vendió a unos hombres que se dirigían a Alaska, animados por la fiebre del oro. Estos hombres se interesaban en comprar perros fuertes —como lo era Buck—, que tuviesen la capacidad de halar trineos en la nieve.

Nuestro protagonista tuvo muchos dueños después del juez Miller, pues unos lo vendían a otros, así hasta distanciarse más y más de la vasta propiedad del juez. Lo lamentable es que la mayoría de los dueños de Buck lo maltrataban, le propinaban fortísimas golpizas con garrote. Como es natural en un perro grande y fuerte como Buck, este mostraba los dientes y contratacaba, pero la ley del garrote era más fuerte.

Hay una evolución del personaje en el desarrollo de la novela. Aunque podría ser —y esto es lo más importante de esta reseña— que se tratara, más bien, de una involución. Por lo menos, eso es lo que el autor nos trata de decir. Pues Buck se adaptó a su nueva forma de vida, que era feroz, salvaje e irascible. Y aunque al principio se rebeló, pronto entendió que allí se hacía lo que el más fuerte sentenciaba. La ley de garrote era lo único que valía en tales circunstancias. En palabras del autor: [Buck] demostró […] la ruina de su moralidad, algo superfluo y una desventaja en la despiadada lucha por la existencia. Todo eso estaba muy bien en el Sur, donde imperaba la ley del amor y el compañerismo, el respeto de la propiedad privada y de los sentimientos personales. Pero en el Ártico, bajo la ley del garrote y del colmillo, quien tomaba en cuenta tales cosas era un tonto y mientras actuara de acuerdo con ellas no podría prosperar. Buck le dio la espalda a todas las cosas que aprendió en la finca del juez, ahora no tenía pudor y robaba la comida de sus compañeros caninos, se las arrebataba a punto de colmillo si se resistían, pero Buck no evolucionaba en algo nuevo, tampoco aprendía, en sentido estricto, cosas nuevas; todo lo contrario, Buck experimentaba una regresión. Cito de nuevo al autor: Y no solo aprendió por experiencia: sus instintos adormecidos desde hacía mucho tiempo, revivieron. Buck escuchaba la llamada de lo salvaje, una llamada que manaba de sus células efervescentes. En sus células despertaban sus antepasados ancestrales, que le recordaban su origen salvaje. Buck retornaba a la condición de sus ancestros, su evolución fue, más bien, su domesticación en la finca del juez, pero esa vida dura fue la que despertó los secretos de sus orígenes.

La llamada de lo salvaje es toda una aventura. Jack London nos muestra una obra naturalista, como corriente literaria y filosófica. Recordemos que el naturalismo rechaza lo sobrenatural, lo transcendente y acepta la ciencia como único conocimiento válido. Es insólito pero esta novela se puede resumir en una sola palabra: atavismo. London nos insinúa que todos podemos ser Buck. Un día vivimos en una civilización llena de ideales, pero, así como el protagonista, otro podemos regresar a la ley salvaje, la del más fuerte. Este cambio sería una de las pocas cosas dignas de llamarse terrible. Así como Buck, nosotros también tenemos una llamada de lo salvaje dentro. Sin excepción, también suena la canción animal en nuestras células, como dijo Borges en una entrevista: soy todos los hombres, el que ya no está y el que viene. Todos compartimos estos rasgos. La civilización puede ser un regalo de los dioses, pero en lo concerniente al ser humano, somos un animal, que, por alguna enigmática razón, nuestro cerebro tiene una aceleración interesante. El resto de los animales parecen estar dotados de una inteligencia asombrosa; quizá la diferencia entre ellos y nosotros sea realmente que a ellos solo les falta hablar.

Esta novela hace reflexionar sobre nuestra condición, sobre nuestra animalidad. Algunas personas odian escuchar esto, pero negarlo no quitará la realidad de allí, donde está latente. El naturalismo de London, pues, tiene mucho que enseñarnos. Aparte de mostrarnos esa llamada de lo salvaje que también resuena en nuestro tuétano, podemos apreciar mucho más nuestra relativa paz. La civilización es algo que debe celebrarse, es justicia. Es derribar la ley del más fuerte y erigir un altar a la convivencia. A menudo no se aprecia que podemos sentarnos en un café y disfrutar de una lectura agradable allí. Si un día nos arrancáramos la máscara de la civilización aquello no podría suceder. Después de la lección de London, a través de Buck, podemos concluir que la civilización es algo que merece la pena sostener. Si acaso fueron ellos, los dioses hicieron un regalo extraordinario. Después de todo, esa es la reflexión que surge a raíz del atavismo de La llamada de lo salvaje. Así como Sade, nos muestra el reflejo de lo que sería seguir esa voz que llama, y que probablemente siempre llamará, pero que, mientras sigamos amando la justicia, rechazaremos.